3.1 Parte 2
- -Bueno, vos sos Mistófelis ¿No? Te voy a decir lo que tenés que hacer cuando estés en frente de la emperatriz. Echate al suelo, como el sacerdote que se postra ante el altar durante los misterios sagrados. -Dijo Eutropio, sin prestarle mucha atención. -Mantené los brazos alrededor de la cabeza. Cuando la señora entre, extenderá su pie hacia vos, momento que aprovecharás para besar la suela de su sandalia; después, podés quedarte de pie o arrodillarte, pero no te sientes. No le hables hasta que ella no te dé permiso. Y otra cosa más, no la llames «Emperatriz», llamala «Señora», como un esclavo, porque esa es la costumbre. Todo esto era mucha información junta para una simple gatita. Mistófelis, que ya estaba impresionada por la apariencia del eunuco, no entendió nada de nada. Estaba ahí paradita con los ojazos bien abiertos y la mente…en blanco. Igual no pensaba preguntar nada, a ver si todavía este eunuco tan raro se enojaba. -¿Entendiste? -Preguntó Eutropio. Mistófelis sacudió la cabeza diciendo que sí. -¿Alguna pregunta? Mistófelis sacudió la cabeza diciendo que no. -Bueno, entonces seguime que la señora está por acá. Mistófelis comenzó a seguirlo con pasos sigilosos y los ojos abiertos. Todo aquel palacio era hermoso. Había muebles finamente decorados con incrustaciones de oro, lámparas con vidrios de colores que teñían las habitaciones con tintes mágicos. De repente todo se veía rojo como la sangre y al entrar a otra habitación todo estaba bañado de color amarillo como el sol, y al pasar a otra sala todo se volvía azul como el mar. No sólo eran los colores lo que sorprendían a la gatita, también los finos perfumes de los inciensos que humeaban en cada rincón. Había perfumes a rosas, a limón, a menta, a vainilla ¡Qué delicia!