Chapter 8 Capitulo 8: “La sonrisa de la Mona Lisa”
-¡Mistófelis! –Suspiró Tomás Moro.- Al fin llegaste. Desde que recibí tu carta te estaba esperando, tenemos que actuar de inmediato. Vení conmigo. Tomás Moro agarró a Mistófelis a upa, cosa que a Mistófelis no le gustaba ni un poquito, pero éste era Tomás Moro y ¡Estaban en una emergencia! Así que no dijo nada y se aguantó.
Caminaron por los pasillos de Westminster hasta llegar a un rincón muy oscuro, bajaron por una escalerita muy pero muy angosta hasta entrar en una catacumba iluminada por la luz de unas velas chorreantes. Mistófelis abrió los ojos como platos.
-Bueno, -empezó Tomás Moro- ¿Está lista para escuchar el gran secreto? Mistófelis paró las orejas y sacudió la cabeza diciendo que sí. -Un tal Antonio, mercader de Venecia, quería que yo incluyera en mi libro “Utopía” la obra de arte más perfecta. -¿Y cuál es la obra de arte más perfecta? –preguntó Mistófelis, que de arte no entendía nada. -La Gioconda, de Leonardo, también llamada Mona Lisa. -¡Miauuu! ¡Ése es el cuadro que desapareció! -Bueno, en realidad…Antonio, el mercader, mandó comprar el cuadro. El problema es que parece que una banda de ladrones compraron todos los cuadros que estaban firmados como “La Monalisa” y se los vendieron sin que él supiera la verdad. Ahora no sabemos cuál es el verdadero y además ¡Queremos devolverlos a sus dueños!
Mientras hablaba, Tomás Moro abrió un telón y allí aparecieron decenas de cuadros casi iguales. -¡Miauuuu! ¿Cómo vamos a saber cuál es el verdadero? –Se desesperó la gatita. -Bueno… -dijo Tomás Moro con carita de preocupación.- No lo sabemos…pero si Leonardo lo viera, lo reconocería inmediatamente. -Bueno, ¿Qué tal si los subimos todos en la máquina de volar? Yo puedo llevarlos hasta Florencia. Se miraron, y sin decir ni una palabra más empezaron a cargar los cuadros en la máquina de volar.
El problema era que la máquina no estaba preparada para cargar cosas y cuando Mistófelis se quiso subir, ¡No entraba! Al final, haciendo una piruetas que sólo un gato puede hacer, Mistófelis metió sus patitas en los pedales, le guiñó un ojo a Tomás Moro y salió volando de Westminster. Levantar vuelo, levantó, pero ésta vez no era como el vuelo de un águila sino más bien como el de un murciélago destartalado. Subía y bajaba de golpe, se inclinaba para un costado y para el otro ¡Era un peligro! Y encima los cuadros, que al principio parecían tan bien atados, se movían como un flan.